El principio Beneficencia

El principio Beneficencia

El Centre Cultural La Beneficència es algo más que un edificio histórico o un edificio con historia. Es un edificio que esconde mucha(s) historia(s). Una auténtica máquina del tiempo.

La de "beneficencia" es una de esas palabras cuyo significado se encuentra agazapado ya en su etimología: bene facere, hacer el bien. Por eso quien hace el bien es un “benefactor” y quien lo quiere es “benevolente”. Así que las pretensiones de la autodenominada Ley de la Beneficencia de 1822 parecían claras: se trataba de asistir al necesitado, pero también de regular políticamente un sector de la población —pobre u ocioso— potencialmente peligroso para la seguridad ciudadana. Ahí está el Lazarillo de Tormes como crítica social y como testimonio imperecedero del problema de la mendicidad y de la picardía del necesitado.

 

La Ley de Beneficencia supuso un hito histórico en ese largo y convulso siglo XIX en el que conservadores y liberales pugnaban por hacerse con las riendas ideológicas del estado moderno: por primera vez en nuestra historia la beneficencia pasaba a ser un asunto de la administración del estado y dejaba de estar en manos de la Iglesia católica. No en balde la Ley fue promulgada durante el trienio llamado liberal, un paréntesis en el reinado de Fernando VII, caracterizado por sus infructuosos intentos de restablecer el poder absoluto del monarca en un mundo que, después de la Revolución Francesa de 1789, había cambiado irreversiblemente.

 

 

En esa Ley se encuentran los orígenes históricos —y jurídicos— de nuestro actual Centro Cultural y antigua Casa de la Beneficencia. En esa Ley y en la Ley de Desamortización de Mendizábal de 1835, que permitió enajenar —arrebatar— de las manos de la Iglesia católica haciendas y propiedades inmobiliarias abandonadas o no rentables como nuestro edificio, que fue convento desde su fundación por los agustinos en 1520. Y es que la zona, limítrofe con los muros de la ciudad, era lo que ahora llamaríamos un espacio degradado: en ella se instalaban los talleres de aquellas profesiones con las que resultaba más difícil convivir, como por ejemplo los curtidores y peleteros con los malos olores propios de su oficio. Era, además, el barrio prostibular o pobla de les fembres pecadrius. Un lugar idóneo, pues, para las misiones urbanas propias de órdenes mendicantes como los franciscanos: había abundancia de pecadores y pecadoras que salvar.

 

 

Puede decirse, pues, que nuestro edificio es un trozo de historia arquitectónicamente detenida en el tiempo que ilustra perfectamente el paso de la caridad privada y cristiana a la beneficencia pública y laica. El paso, en definitiva, del mundo medieval al moderno. Un tránsito que se puede rastrear también en otros usos menos conocidos de la palabra "beneficencia", como el que hace la bioética, aquella rama de la ética que aspira a proveernos de principios orientadores en el campo de la medicina y de la biología. Las llamadas ciencias de la vida.

 

 

El principio de beneficiencia forma parte de la tradición médica desde la época hipocrática. ¿Para qué otra cosa se conjuran los médicos sino para hacer el bien a sus pacientes? ¿Qué tipo de médico sería aquel que perjudicara o empeorara la salud de los demás? Es normal, por tanto, que dicho principio rigiese históricamente la práctica de la medicina. Hasta que llegó la modernidad y colisionó con otro principio ético tan característico de nuestra actual forma de entender las cosas como el principio de autonomía, es decir la capacidad de decidir por uno mismo, libremente y sin coerciones, por ejemplo a quién votar o qué religión seguir. A veces ambos principios pueden resultar contradictorios: el médico, por ejemplo, puede prescribir un tratamiento al paciente —pensando en su bien, claro— por encima de la voluntad del propio paciente, que es quien en última instancia tiene el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Y es que el principio de beneficencia, llevado a su extremo, puede derivar en paternalismo médico. Un paternalismo que trata al paciente como un niño, incapaz de decidir qué es lo mejor para sí mismo.

 

 

En definitiva, pues, puede decirse que nuestro Centre Cultural La Beneficència es algo más que un edificio histórico o un edificio con historia. Es un edificio que esconde mucha(s) historia(s). Una auténtica máquina del tiempo. Gracias a la cual podemos echar un vistazo al pasado y hasta imaginar un futuro mejor. En el que, por ejemplo, no haga falta más beneficencia. Ni caridad o limosnas. La primera vez que imaginaron un mundo así, pensaron en una isla. La llamaron Utopía.
 

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